¡Los Hombres no se besan!

Era la inauguración de los juegos olímpicos de Atlanta 96. Para mí eran majestuosos los arreglos y el espectáculo, a pesar de verlo en una televisión de 10 pulgadas con un sonido que llegaba un poco a zumbidos. Aun así, no importaba porque yo estaba ido, viendo todo el espectáculo. 

La verdad, nunca me han importado los deportes, pero me encantaba de esas ceremonias el momento en que entraban al estadio los participantes, la diferencia de entusiasmo entre países, la ilusión en sus caras y hasta la arrogancia varía en cada país y eso me intrigaba. 

Solo un zape en la cabeza me sacó de mi trance. Era mi mamá que, cansada de hablarme utilizó algo un poco más convincente para tener su atención. Quería que, como ya era noche, la acompañara a dejar a mi papá a una parada de autobús, ya que se dirigía a la central para salir de viaje. Yo tan adolescente como lo permitía esa edad, refunfuñé y tenía mis motivos porque en esos tiempos no había internet donde podría ver eso después, tendría que esperar otros cuatro años y acompañar a mis papás lo podría hacer cualquier día. 

Como el rayo que siempre fue mi cabeza recibió un convincente golpe de mi padre que amablemente terminó la conversación. Tenían mucha razón, era ya de noche y el barrio en donde me crie no era seguro, pero, aun así, fui todo el tiempo maldiciendo mi destino.   

Y allí estábamos, con las luces intermitentes de la calle caminando en silencio, a veces con algunos intercambios de palabras entre mis padres. Solo se oía el caminar de los tres pares de zapatos. Yo trataba de adelantarme, pero era inútil, seguían como si fuera una salida al parque cuando en realidad el panorama era de carros desvalijados y perros en las casas ladrándonos. Tal vez estaban disfrutando el momento o simplemente tenían muchas cosas en la mente, cosas que con el tiempo entendería. Pero por lo mientras estábamos avanzando, callados, como los chicos del desfile que estaba viendo hace unos instantes al entrar a la villa olímpica. 

Por fin llegamos a la esquina del autobús y un suspiro de satisfacción salió espontaneo de mi boca. “Ya solo falta regresar” pensé, pero sentí la mirada inquisidora de mi madre en la nuca. Volteé a verla y efectivamente me estaba viendo. Traté de recordar todas las travesuras que hice en la semana, repasé si ya había entregado calificaciones, pero nada, estaba limpio en ese momento así que no existía por qué de esas dos dagas tendrían que apuntarme así, por lo que me armé de valor y dije: ¿Qué hice?  

Volteé a ver a mi padre para ver si tenía alguna idea de lo que pasaba o si él también quería darme alguno de sus “cariños” en la cabeza que me daba con el puño, pero la misma cara de asombro que tenia se le dibujó a él. 

De la nada, de los labios de mi madre brota una orden: – ¡Despídete de tu papá! -Los dos nos sorprendimos. No sabíamos que hacer. Él fue criado a la antigua. El contacto de hombres era rudo y tosco. A los hijos se les regañaba y después de eso se podía ser un poco cariñoso explicando, sin gritos en qué se equivocaron. Yo por mi parte, el contacto físico me ponía nervioso porque no sabía que es lo que exactamente se tiene que hacer, incluso ahora a mis 37 años es un poco raro.  

Así que estábamos los dos, frente a frente, esperando que el otro empezara, que diera alguna pista de qué rayos se tenía que hacer. Tal vez pasaron unos 5 segundos de incertidumbre, pero para mí me parecieron eternos. Hasta que él se movió y yo por instinto lo hice también. El trató de abrazarme y yo le extendí la mano así que el dio la mano y yo lo traté de abrazar, por lo que, quedamos en un extraño apretón en una mano y abrazo por la otra. Pero lo logramos. 

Satisfechos volteé a ver a mi madre y solo vimos la decepción pintada en su rostro. “Dale un beso de despedida a tu papá”, me quedé helado. “¿Esta mujer no tiene llenadera? No somos argentinos para besarnos entre hombres”, pensaba mientras volteaba a verlo.No éramos el padre e hijo que van al contry club y se dan afecto al despedirse o las parodias de rusos en las películas que besan al saludar dejando al otro incomodo, solo teníamos la noción de que éramos mexicanos, en los noventas,  pobres y toda esa combinación no podía pensarse el afecto mucho menos un beso. Resignados, nos abrazamos y le di un beso en su mejilla rasposa. Nos soltamos de inmediato, como dos imanes con la misma carga, pero mi padre volvió a abrazarme, de una forma más cariñosa y por mucho más tiempo. Como si supiera que algo iba a pasar.  

Llegó su camión, lo vimos partir y regresamos a la casa. Cuando llegué la inauguración había terminado, pero no importaba, ese momento me hizo reflexionar y proponerme pasar tiempo con mi padre después de su viaje. 

Regresó el domingo en la mañana. Estaba sumamente enfermo así que mi mamá se quedó a cuidarlo mientras mi hermana y yo asistíamos a la iglesia. Cuando regresé, en un instante lo vi pasar, cargado por otras dos personas, sosteniéndolo de los hombros para llevarlo al hospital.  Subió al auto y, al parecer, ese unicó beso fue el de la despedida.  

Fin