Muerto de sueño

Uno de mis primeros trabajos fue de desarrollador en una consultoría. No había entrado por ser muy bueno, sino porque alguien me recomendó, así que la poca destreza que tenía debía ser compensada con trabajo duro y macizo. No me quedaba de otra que trabajar lunes a viernes de 8 de la mañana a 10 de la noche.

Me despertaba a las 5 de la mañana, salía a las 5:30 al trabajo y llegaba a la casa a las 12 de la noche por lo que sólo tenía tiempo de bañarme, cenar y dormir.

Para acabarla de amolar, me tardaba unas tres horas de transporte para ir y regresar, ya que vivía al otro lado de la ciudad. Podrías preguntarte: “¿Por qué no dormía todas esas horas de transporte?”. Pues, para ponerle la cereza al pastel, no podía dormirme en todo el camino ya que estaba a reventar el metro o alguien se podría aprovechar y robarme lo poco que tenía mientras estuviera sentado.

Durante el primer año aguanté cómo un campeón, pero tuve la ocurrencia, tal vez porque me sentía solo, de tener una novia, tóxica por cierto, así que el poco tiempo libre que me quedaba el fin de semana moría junto con mis amistades.

La verdad no sé cómo duré tanto, uno se hace de sus mañas. Así que perfeccioné la técnica para poder dormitar de pie como si fuera caballo. Consistía en tomar con la mano derecha la barra superior del vagón haciendo un tipo gancho y en mi antebrazo recargaba mi cabeza haciendo un columpio de carne.

Agradezco que en ese entonces no existieran los videos virales, porque por estas maniobras me hubiera hecho famoso de la mala forma, ya que varias veces hice bailes involuntarios mientras me deslizaba entre el sueño y el despertar.

Recuerdo una de tantas veces, en la que casi me caigo. Me desplomé en las piernas de unos desafortunados y creo que me vieron tan mal que en vez de enojarse, me cedieron el asiento. Me dieron un dulce para levantar la presión y hasta recuerdo entre sueños que una señora me abanicó con una hoja que traía en la mano. La verdad, caí profundamente dormido y no supe más hasta el final de las estaciones del metro donde un policía me despertó.

No podía dejar ese trabajo porque la paga era lo mejor que podía conseguir en esos tiempos, aparte me sentía en deuda con la persona que me había recomendado, pero muy en el fondo quería dejar todo y estar en paz.

Es extraño que en los tiempos que tienes tiempo de sobra nadie te busca, pero cuando estás ocupado no puedes respirar, hasta el Papa quiere hablar contigo. Así que, cuando regresaba a mi casa mi mamá me daba un resumen de todas las personas que me habían buscado, pero una en particular insistía con cierta periodicidad. 

Un amigo que conocí en la escuela, marcaba varias veces a la semana. Yo como zombi solo me iba a la cama mientras pensaba “soy pésimo amigo, pero no puedo ni levantar el teléfono”.

Toda esta rutina pasó durante varios días hasta que una noche, particularmente fría, mientras me acostaba, mi mamá entró al cuarto y con voz un tanto inquieta dijo: 

—Está en el teléfono tu amigo ¿puedes contestar? 

No era como las otras veces en las que el no estar, me justificaba de no contestarle. Algo en mi interior decía que ya era suficiente y que debía responderle, platicar como en los viejos tiempos… no dejar morir nuestra amistad. Pero el cuerpo no me respondía, la cama estaba calientita y acolchonada, y el hormigueo en los ojos estaba más intenso. Entonces le dije a mi mamá que ya me estaba quedando dormido.

El asunto se me olvidó hasta que el sábado en la mañana, de nuevo una voz en el teléfono me recordó lo basura que era. La voz sofocada de mi amigo denotaba que algo no andaba bien y después de hacer conversación sin sentido, él interrumpió: 

—Oye, no tengo mucho tiempo, estoy en el hospital, por fa ven el lunes.

Me dio los datos para llegar y colgamos. Un balde de agua fría recorrió mi espina dorsal. Así que lo primero que hice fue pedir permiso al trabajo para faltar y buscar cómo llegar al hospital.

El lunes llegó y yo estaba cruzando la puerta del hospital desconcertado sin saber a donde ir hasta que una cara conocida se visualizó al final de la sala de espera. Era la madre de mi amigo. Me recibió con una combinación de alegría y extrañeza. Este tipo de situaciones son tan incómodas que solo supe preguntar a donde ir y me dirigí hasta su habitación.

Me comentó que tuvo problemas desde hace varias semanas, una cosa llevó la otra hasta que tomó la decisión. Traté de entender la situación y mientras bajaba la cabeza vi que sus dos muñecas estaban vendadas y allí comprendí todo. 

La última noche que se comunicó conmigo fue el fatídico día. Pero antes de hacerlo quería hablar conmigo porque, para él, yo era su brújula moral y esperaba que le dijera algo, lo que fuera. “Tu brújula es chafa y está descompuesta”, pensé mientras más me enojaba conmigo. Después de eso hicimos lo de siempre, platicamos, reímos un poco y nos despedimos.

Salí y su madre me agradeció por la visita, pero también me preguntó: 

—¿Cómo te enteraste de que estaba aquí? 

Extrañado contesté: —Pues él me habló. 

Ya después me explicó que en el hospital tenían estrictamente prohibido los celulares. Le habían metido uno de contrabando ya que insistía en hacer una llamada muy importante. La única llamada que hizo fue a mi número.

Una hormiga era colosal a comparación de como me sentía en esos momentos. Después de todo lo que había pasado tuvo la consideración de marcarme y yo no pude ayudarle en el momento que más me necesitaba.

El regreso de camino a mi casa fue muy largo al reflexionar sobre qué estaba pasando con mi vida y con las personas que estimo. Solo una respuesta venía a mi mente: tenía que priorizar lo realmente importante en mi vida. El siguiente paso era hablar con mi jefe.

La mañana siguiente terminé rápido mis pendientes más urgentes y le pedí unos minutos. Creo que él esperaba una plática acerca del trabajo, pero cuando le mencioné las cosas que venía acarreando y lo de mi amigo, una risa condescendiente se dibujó en su cara. Me levantó la mano para indicarme que ya no siguiera y se levantó para cerrar la puerta de su oficina. 

—Entiendo lo que me dices, pero este tipo de trabajos es así. Cuando yo tenía tu edad y comencé a trabajar, llevaba en mi mochila una muda de ropa interior porque muchas veces me  quedaba a trabajar y no regresaba a casa, tenía que dormir debajo del escritorio. Tú eres afortunado de poder regresar a tu casa.

Me sorprendió su contestación. Prácticamente me estaba diciendo que para ser exitoso debes  sacrificar a todos a tu alrededor,  a tu salud y rendirte a una maquinaria donde, a cambio te regresa dinero y una falsa sensación de pertenencia. Después de escucharlo, le agradecí por la oportunidad que me había dado y renuncié.

Después de algunos años regresé al camino de la informática, pero esta experiencia ha quedado grabada en mi mente para seguir peleando contra ser devorado por los parámetros de la sociedad, seguir adelante con mis sueños y no ser un muerto viviente para nadie más.