
Estoy afuera del hospital planteándome cómo le voy a decir el último adiós a mi madre. Hace unos minutos recibí una llamada en mi celular. En estos tiempos de mensajes y grabaciones de voz son muy raras, pero hasta este momento comprendo que era necesario.
Del otro lado me sugerían el ir a ver a mi mamá ese día. Era viernes por la tarde y la cantidad de trabajo era tal que todo indicaba que terminaría hasta altas horas en la madrugada, así que solo dije: – “Perdón, pero, hoy no puedo, la veo mañana”-. Ahora me doy cuenta de que la vida y el tiempo son dos ilusiones que siempre las tenemos presentes, pero nunca están seguras. Mi interlocutor se enoja y me cuelga. No presto atención y me concentro en el aquí y en el ahora de mi vida laboral.
Otro familiar me habla para asegurarse de mi decisión, la insistencia me extraña y hasta ese momento me pregunto si todo está bien – ¡Obvio que algo anda mal! – Le digo a mi yo del pasado – Hasta dónde puedes estar hipnotizado por cotidianidades del día a día – me replico ahora.
Mientras vuelvo en mí, solo escucho – la llevamos al hospital, te vemos allá – La realidad me golpea como un valde de agua helada. Mi madre estaba mal de salud, pero nunca te imaginas que se acaba el tiempo, que la última vez que nos vimos podría ser el adiós para siempre. Así que tomo mis cosas y salgo corriendo a tomar el primer taxi que encuentro.
Llevo 20 minutos en la entrada del hospital y un mensaje llega: “Tienes que cargarla en tus brazos del carro a la puerta porque está muy débil”. Imágenes que había olvidado vuelven a mi mente, una de ellas muy fuerte.
Tenía 8 años y camino al lado de mi mamá. Platicábamos y me hizo énfasis en esta frase “cuando seas grande y yo sea una viejita, mi sueño es que me cargues en tus brazos”. Yo solo reí y le dije que sí. No fue la única vez que me lo comentó, pero lo había olvidado por completo. Y allí estaba yo, un gordo que hace mucho no había ido al Gimnasio y que las únicas repeticiones que hacía eran las de levantar la coca cola de 2 litros. Estaba rogando a Dios el no fallarle a mi madre… no esta vez.
En eso un menaje me confirma el arribo del carro donde venia. Abro la puerta y la veo, frágil, pálida y muy delgada. Nada que ver con los recuerdos de la última vez que nos vimos. Alguien que estaba en el carro baja su silla de ruedas dándome la indicación que era el momento. La tomo entre mis brazos y la cargo. Pocos fueron los segundos que pasaron en ese recorrido del carro a la silla, pero pasó que, mientras sucedía, ella volteó a mirarme y en su triste cara una sonrisa se dibujó.
Quisiera pensar que recordó esa promesa que nos hicimos tantas veces. Pude cargarla cómo el hijo varón. No importando que no lo hiciera tan bien, porque en un momento se me movió un poco la silla, yo cumplí un anhelo que tenía, no importa que tan pequeño o grande fuera. Al final, solo nos despedimos de ella y una de mis hermanas la ingresó a urgencias.
Quisiera que fuera el final de la historia, un final agridulce, pero la vida no le importa las historias con cierres y mi madre, después tuvo un año más de sufrimiento, desgaste mental y físico, hasta que, en fechas recientes, ya no está con nosotros.
Pero yo quiero quedarme con ese momento en que cumplí su sueño. En donde todavía era la mujer que me reconocía. Donde era la gentil, reservada y dulce que fue durante toda su vida. Para mi este fue el último adiós que nos dimos.