En un mundo en el que los alimentos escasean y el hambre mundial alcanza sus mayores índices debido a la pandemia, un científico loco pensaba en cómo erradicar la hambruna mientras estaba sentado en el inodoro.
¿Qué es lo que más abunda en los países con poco desarrollo? – pensaba enfrente del espejo mientras se exprimía un grano – ¡Pues ratas! Pero esas cosas tienen muy mala publicidad desde aquella peste negra… aunque la culpa fue de sus pulgas que portaban la infección.
Deja el tema por un lado y sigue pensando en otras cosas mientras se cepilla los dientes, y de repente la idea lo golpea: “¿Y si comiéramos chinches? Esos insectos se alimentan de nosotros, así que podríamos alimentarnos de ellos. Sería como comerse las uñas, pero con nuestra sangre. Además, los insectos tienen varios nutrientes. Y por si fuera poco, comerlos está de moda. Solo habría que comparar los nutrientes de un grillo o una cucaracha con los de una chinche. Seguro que las chinches ganan”.
Mientras se arregla el bigote, más le gusta la idea y piensa en voz alta: “¿Qué podría salir mal? ¿Que no les guste? El hambre es el mejor sazonador. Ya me imagino yendo a un organismo internacional promoviendo la comida simbiótica ‘Tú te los comes y ellos te comen. La comida infinita'”.
Termina de arreglarse y sale del cuarto pensando: “¡Pero qué tontería! Esa idea no es nada comercial. Mejor me sigo dedicando a lo que sí da dinero y creo más bombas nucleares”. Y se fue a trabajar.